Cuando era niña escuché muchas veces la
parábola de los talentos… Esa que habla de las monedas de oro que Dios le da a
tres personas y una de ellas la guardó para no perderla y se la devolvió
igualita, la otra se la gastó, y la última fue la única que la trabajó y la
hizo producir.
La entendí siempre desde el ámbito
material o laboral, pero desde el punto de vista de madre esta parábola tiene un
significado muy especial y hoy, salta a mí por varias situaciones que he vivido
en los últimos meses y que tuve la suerte de poder observar y disfrutar.
Siempre he pensado que mis hijos, al
igual que las monedas, son prestados.
Que se me han dado dos tesoros (y ahora uno más que viene en camino),
que debo de cuidar y amar; pero eso no es todo.
Tengo que hacer de ellos las mejores personas del mundo y devolverle a
Dios tres almas buenas y llenas de virtudes. No puedo hacer como uno de los personajes del
cuento y solo cuidar que no les pase nada y no producir nada de ellos, ni en
ellos. Entonces, devolvería pura carcaza,
algo vacío y sin vida. Tampoco puedo
hacer como el que se lo gastó todo y no tomarme mi papel en serio y permitirles,
a cuenta de que sean felices, hacer lo que les de la gana para que se gasten y
se pierdan en el camino. Mi deber es
hacerlos productivos.
Nadie nos enseña a ser padres y menos nos
advierten que cada hijo es diferente, prácticamente, uno es madre primeriza
cada vez que tiene un hijo nuevo. El
baño, los horarios de comida, llevarlos al colegio y vestirlos, obviamente son
cosas que se repiten con todos, pero hacerlos buenas personas es una tarea
individual, puesto que cada uno tiene sus características, sus defectos, sus
virtudes, su manera de ver las cosas y comprenderlas. Sin embargo, los valores a inculcar si pueden
ser compartidos. El corazón y el alma
que hay que enriquecer necesitan el mismo alimento.
Seguramente habrá quien anteponga un
valor frente a otro, considerando qué es lo mejor para su hijo. Es válido.
Yo tengo mi propio orden de las cosas y es así como los he educado y
pienso seguir. Yo respondo por lo mío,
que cada uno responda por lo suyo.
A estas enseñanzas se suman
circunstancias de la vida que le toca vivir a cada familia de manera única, que
también aportan en esa formación.
Episodios tristes o alegres, que forman parte de la historia de cada
individuo.
Tengo un hijo de 15, otro de 10 y uno por
nacer. Con los dos primeros, estoy en la
colocación de los cimientos sobre los que se están construyendo, con el último
todo está por construir; pero en los 3 casos, espero que el título que alcancen
sea el de “hombres de bien”, después de eso, que tengan la profesión que
quieran ¿de qué serviría un hijo doctor si es una mala persona? o un abogado o
arquitecto, si trata a la gente como poca cosa y se cree el rey del mundo… de nada.
Tengo la obligación de devolver a la
sociedad productos buenos, que aporten, que enriquezcan al mundo, ese mundo del
que solo nos quejamos por lo degradante que está y no vemos lo que estamos
formando en casa. No, me niego a ser una
persona que luego de quejarse de que hay personas malas; hombres que tratan mal
a las mujeres y viceversa; gente mal agradecida, despreocupada, inmisericorde,
entre otras cosas, tenga el acierto de aportar con 3 más idiotas que los
anteriores.
Mis hijos no son perfectos, pero han
pasado algunos episodios en estos últimos meses que me hacen sentir que estoy
por un camino adecuado, “mi” camino adecuado.
Escuchar que hablen tan bien de la forma de ser de un hijo, de su
corazón, de su solidaridad, de su buen don de gente (en circunstancias diarias,
no extraordinarias) llena el alma. Que
traten a su madre con una preocupación extrema ahora que está embarazada y que
ha tenido que estar en cama, es maravilloso… me han dado un trato de princesa y
sobretodo, me han demostrado una comprensión a mi proceso que merece aplausos y
que no vi, ni recibí, de adultos “formados”.
Se que no tengo razón para cantar
victoria aún y se que me falta mucho camino por recorrer, pero de vez en cuando
vale la pena estar atenta a estos momentos de satisfacción para sonreír, para
darse un par de palmadas en la espalda y tomar aliento para continuar con
nuestra producción.
Devolvamos a la sociedad esa clase de
gente que tanto nos quejamos que casi no hay, esa clase de hombre o mujer que
tanto se añora para encontrar la felicidad.
Es nuestro deber hacer producir esas monedas y no regresar a su Dueño
real, monedas con pérdidas o saldos en rojo.
La parábola de los talentos tiene todo
que ver con nuestra labor de padres.
Habla de la riqueza del alma, del espíritu y de nuestra responsabilidad
de hacer producir el alma pura que se nos dio.
Esa es nuestra ganancia.
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