jueves, 13 de octubre de 2016

Papito, ya no tienes que ser un roble.



He de haber tenido 7 años o menos... recuerdo mover mis piernas sin parar para mantenerme a flote, sentir con temor que no podía "tocar piso", sabía que el fondo estaba muy, muy lejos de mí.  Veía unas olas gigantes que se me acercaban y parecían tragarme.  Y yo solo reía, quería más y más, porque a mi lado tenía a mi super héroe, al poderoso, al que me agarraba de la mano y me enseñaba cómo hundirme bajo la ola para que no me lastime... para que la disfrute (experiencia que la llevo como lección de vida para sobrellevar momentos difíciles).  Mi papi nunca me soltó la mano, me agarraba fuerte y juntos nos sumergíamos una y otra vez, si me daba un poco de miedo, su cuello era mi boya salvavidas y lo cogía muy fuerte, yo sabía que él jamás me dejaría caer...   Él era inmortal y me cuidaría siempre. 




Las más altas montañas rusas las subí con él; ir en el balde de la camioneta de pie y con el aire en mi cara... junto a él; la moto a toda velocidad, con él... y así, un sinnúmero de cosas cuando era niña, incluso cuando mi mamá se enojaba, me escondía detrás de él para evitar el correazo o el zapatillazo.  No había miedo en mi vida cuando él estaba a mi lado.



Luego vendría la universidad, mi primer trabajo y mis primeros logros personales, él solo decía: "¡pleno, negrita! Sigue así... tú puedes", con su gigante sonrisa llena de pelos por su infaltable bigote.  Él siempre de pocas palabras, pero demostrando total confianza en mí. 

El día de mi primer matrimonio, tampoco me soltó la mano durante todo el trayecto de mi casa a la iglesia (camino eterno, pues, fuimos juntos en un carro antiguo que no iba a más de 60 kms por hora).   Solo me miraba, sonreía y me apretaba la mano, como cuando estabamos en el mar. Únicamente alcanzó a decir: "prométeme que serás feliz" y yo se lo prometí. 


No duró para siempre.  Y entonces, cuando vino mi divorcio, otra vez me regaló su sonrisa acompañada de esa mirada de confianza, de que todo pasaría.  Nos escapamos a la playa y no solo agarró mi mano nuevamente, sino también las de mis hijos.   Pero esto sí que lo golpeó, mi pena y mi sufrimiento las vivió en silencio y empezó su vejez.  Mi roble comenzaba a deshojarse.  Él nunca me lo dijo, pero yo lo sé, hizo suya mi tristeza.

En esos momentos cuando la gente hablaba idioteces, como siempre hacen cuando hay un divorcio, jamás me hizo sentir que desconfiaba de mí, sus consejos fueron pocos y concretos, pero nunca con duda sobre mí.  Nuevamente estaba a mi lado para protegerme y no para juzgarme.

Cuando quise llevar a mi hijos a Disney por primera vez y sola, pues, estaba divrociada... él ya estaba cansado, pero sabiendo que iría sola con ellos, hizo su mayor esfuerzo y nos acompañó junto a mi mamá a vivir esta experiencia.  Fue la úmtima vez que nos subiríamos juntos a una montaña rusa.  A pesar de que ya no se sentía como antes, su espíritu intrépido hizo que no se vaya de los parques sin subirse a un juego, pero ahora él necesitaba de mí.  Escogió la de Hulk y nos divertímos nuevamente y agarrados de la mano, como siempre, pero ahora él apoyado más en mí. 

Llegó el momento en que me casé nuevamente y su sonrisa cada vez que me ve junto a Santiago me hace saber que está a mi lado.  Cada vez que pregunta por él, me hace saber que está contento y que si yo soy feliz, él también lo es.

Pero, a medida que los años van avanzando, la balanza va cambiando, tirando para mi lado, y cada vez él se hace más vulnerable...

Mi héroe, el que superó la muerte de su hermano mayor cuando era un niño, el que superó la separación obligada de su madre, el que huyó de casa para buscarla y la encontró.  El que terminó el colegio por su propia decisión, pues, no tenía quién cuide de él.  El que empezó de cero a trabajar, sin saber nada, porque su padre y madre habían hecho familias por su lado, y nunca fue a la universidad, pues, no tuvo tiempo: tenía que cuidarse y mantenerse.  El que consiguió a su princesa y se escapó con ella.  El que sacó adelante a su familia, al que nadie le regaló nada, el que quebró junto al país las dos veces más fuertes de la historia y jamás hizo que nos diéramos cuenta y nunca dejó de honrar una deuda.  El que siempre ayudó, a pesar de que siempre lo traicionaron, el que muy rara vez tenía algo feo que decir de otra persona, el que se regía a través de principios y valores que él solo se inculcó.  El invensible, el incansable, mi papi, ya iba perdiendo su fuerza y, por primera vez, algo parece ganarle la batalla.

Pero es un roble y ya va por el segundo infarto y sigue parado, pensando en cómo cuidará a mi mamá, en cómo hará pasa salir de esta y no por èl, sino por los que él ama, y es que mi papi solo conoce una forma de vivir: luchando, sin queja, sin pena.  Luchando para seguir dando de él, ya que no conoce otra forma de ser y de vivir, que dando.

Ahora su sonrisa, esa que me acompañó siempre, es para decirme que se le está haciendo difícil esta vez, que está cansado.  Es entonces cuando me toca coger su mano y estar a su lado para sonreirle yo y devolverle toda la confianza que él me dio.  Y no estoy sola, está mi madre, otro roble, a quién  él ama como nunca he visto antes y también están mis hermanos para apoyarlo, para hacerlo sentir amado, para que sepa que no está solo, que es nuestra oportunidad de entregarle todo lo que nos dio.  Es momento de que recoja la cosecha y se deje amar, es momento de que el roble descance y otros hagamos el trabajo por él.

Es tu momento, papito, ya no tienes que ser un roble.  Es momento de recibir lo que te mereces y lo que has dado siempre: amor.  Ahora nos toca cuidarte y engreírte.  Confía... ¡aquí estamos!

Es mi momento de coger tu mano y hacerte sentir que juntos podemos y que nos hundiremos nuevamente en el mar para agarrar esas olas gigantes y reirnos de ellas.  Si estamos juntos, de la mano, nada malo va a pasar.


Gracias por tanto. 




jueves, 6 de octubre de 2016

LA PARÁBOLA DE LOS TALENTOS


Cuando era niña escuché muchas veces la parábola de los talentos… Esa que habla de las monedas de oro que Dios le da a tres personas y una de ellas la guardó para no perderla y se la devolvió igualita, la otra se la gastó, y la última fue la única que la trabajó y la hizo producir.

La entendí siempre desde el ámbito material o laboral, pero desde el punto de vista de madre esta parábola tiene un significado muy especial y hoy, salta a mí por varias situaciones que he vivido en los últimos meses y que tuve la suerte de poder observar y disfrutar.

Siempre he pensado que mis hijos, al igual que las monedas, son prestados.  Que se me han dado dos tesoros (y ahora uno más que viene en camino), que debo de cuidar y amar; pero eso no es todo.  Tengo que hacer de ellos las mejores personas del mundo y devolverle a Dios tres almas buenas y llenas de virtudes.  No puedo hacer como uno de los personajes del cuento y solo cuidar que no les pase nada y no producir nada de ellos, ni en ellos.  Entonces, devolvería pura carcaza, algo vacío y sin vida.  Tampoco puedo hacer como el que se lo gastó todo y no tomarme mi papel en serio y permitirles, a cuenta de que sean felices, hacer lo que les de la gana para que se gasten y se pierdan en el camino.  Mi deber es hacerlos productivos.

Nadie nos enseña a ser padres y menos nos advierten que cada hijo es diferente, prácticamente, uno es madre primeriza cada vez que tiene un hijo nuevo.  El baño, los horarios de comida, llevarlos al colegio y vestirlos, obviamente son cosas que se repiten con todos, pero hacerlos buenas personas es una tarea individual, puesto que cada uno tiene sus características, sus defectos, sus virtudes, su manera de ver las cosas y comprenderlas.  Sin embargo, los valores a inculcar si pueden ser compartidos.  El corazón y el alma que hay que enriquecer necesitan el mismo alimento.

Seguramente habrá quien anteponga un valor frente a otro, considerando qué es lo mejor para su hijo.  Es válido.  Yo tengo mi propio orden de las cosas y es así como los he educado y pienso seguir.  Yo respondo por lo mío, que cada uno responda por lo suyo. 
A estas enseñanzas se suman circunstancias de la vida que le toca vivir a cada familia de manera única, que también aportan en esa formación.  Episodios tristes o alegres, que forman parte de la historia de cada individuo.

Tengo un hijo de 15, otro de 10 y uno por nacer.  Con los dos primeros, estoy en la colocación de los cimientos sobre los que se están construyendo, con el último todo está por construir; pero en los 3 casos, espero que el título que alcancen sea el de “hombres de bien”, después de eso, que tengan la profesión que quieran ¿de qué serviría un hijo doctor si es una mala persona? o un abogado o arquitecto, si trata a la gente como poca cosa y se cree el rey del mundo…  de nada.

Tengo la obligación de devolver a la sociedad productos buenos, que aporten, que enriquezcan al mundo, ese mundo del que solo nos quejamos por lo degradante que está y no vemos lo que estamos formando en casa.  No, me niego a ser una persona que luego de quejarse de que hay personas malas; hombres que tratan mal a las mujeres y viceversa; gente mal agradecida, despreocupada, inmisericorde, entre otras cosas, tenga el acierto de aportar con 3 más idiotas que los anteriores.  

Mis hijos no son perfectos, pero han pasado algunos episodios en estos últimos meses que me hacen sentir que estoy por un camino adecuado, “mi” camino adecuado.  Escuchar que hablen tan bien de la forma de ser de un hijo, de su corazón, de su solidaridad, de su buen don de gente (en circunstancias diarias, no extraordinarias) llena el alma.  Que traten a su madre con una preocupación extrema ahora que está embarazada y que ha tenido que estar en cama, es maravilloso… me han dado un trato de princesa y sobretodo, me han demostrado una comprensión a mi proceso que merece aplausos y que no vi, ni recibí, de adultos “formados”.  

Se que no tengo razón para cantar victoria aún y se que me falta mucho camino por recorrer, pero de vez en cuando vale la pena estar atenta a estos momentos de satisfacción para sonreír, para darse un par de palmadas en la espalda y tomar aliento para continuar con nuestra producción.

Devolvamos a la sociedad esa clase de gente que tanto nos quejamos que casi no hay, esa clase de hombre o mujer que tanto se añora para encontrar la felicidad.  Es nuestro deber hacer producir esas monedas y no regresar a su Dueño real, monedas con pérdidas o saldos en rojo.

La parábola de los talentos tiene todo que ver con nuestra labor de padres.  Habla de la riqueza del alma, del espíritu y de nuestra responsabilidad de hacer producir el alma pura que se nos dio.  Esa es nuestra ganancia.